lunes, abril 10, 2006

Las cosas que pasan en San Diego de Santiago de Chile.

El auto del colega buena gente me dejó a metros del Parque Almagro, la jornada bajando el telón, Santiago iluminándose con el neón de los letreros publicitarios y con las ampolletas de los sempiternos almacenes, botillerías y farmacias de barrio. San Diego, la avenida, toda para mí, haciéndole un guiño, los tugurios, y las tiendas de la monarquía local (Reyes de las bicicletas, calzoncillos, etc), a mi paso contento y decidido. Caminando hacia el sur, empecé a contar los minutos que me separaban del concierto de Joaquín Sabina, cuya voz aguardientosa tendría el placer de escuchar esa noche, por primera vez en vivo, invitado por la Gracia de un buen amigo y el concurso siempre desinteresado de mi entrañable cuñada. Consecuente como me considero, y fácil por añadidura, cuando de placeres mundanos se trata, respondí al llamado de la sed, sentándome en un boliche pequeño, ubicado al frente de nuestro remozado Teatro Caupolicán, donde sin más trámite, pedí casi cantando, la reina de los elíxires, mi piscola favorita, generosa, proletaria y sin hielo. La soledad en un bar, tiene un sabor que me gusta apreciar. Estamos solos pero no tanto. Una verdadera vitrina literaria, llena de personajes, cual de todos más dignos de ser incluídos en la novelita de turno, el poema vívido, la crónica roja o el sesudo ensayo sociológico. La mirada puesta hacia la calle, mi pasajera soledad se vio interrumpida por la entrada de Ana María, sonriente como colegiala, seguida de dos amigas peruanas, flanqueandoles el paso a dos invitados de honor y finos protagonistas de esa noche: Panchito Varona y Antonio, músicos, familia y clan, de nuestro Sabina. Me bajé lo que quedaba del vaso de un tirón, mientras salía de mi asombro y contemplaba de reojo, cómo nuestras conspicuas visitas pedían "agüitas calientes" y no "agua fuerte", que es lo que, pensaba yo, se estila, sobre todo cuando de Sabina hablamos. Como quedaba Coca Cola en la botella, le di la bienvenida a un cortito de pisco, para rematar la sorpresa, y para ponerme a tono con el concierto que venía. Porque, aunque encantadores, y excelentes músicos (qué duda cabe) son estos hijos del Flaco, no me convencerán jamás de arrimarme a la barra de un bar a beber tizanas, y menos cuando cerca de allí ya se siente la respiración y la carraspera del hombre de "las carcajadas que hacen llorar".